La antigua mujer-piedra
Mónica Figueroa
La sincronía del tacto
Olivia Teroba
«Llevábamos en el pecho un hueco fértil preparado para recibir la semilla». Gabriela Damián Miravete, «La sincronía del tacto».
De los sentidos que forman nuestra percepción del mundo material, el tacto es el más entrañable porque materializa el apego entre los seres vivos. Acariciar es demostrar afecto, cariño, reconocimiento. Todos hemos deslizado nuestros dedos contra la hoja de algún árbol o planta, hemos recorrido el pasto con nuestra palma al sentarnos en un jardín. Acercar nuestra piel al lomo de un gato o un perro nos transmite el ritmo de su respiración, el pulso que enciende la vida de quienes acompañan nuestra cotidianidad.
El tacto entre dos personas trasciende cualquier otro lenguaje, emana cercanía: dos manos que se entrecruzan, los corazones que se acercan para compartir sus latidos, los labios que se rozan y constatan una existencia compartida, pueden aliviar de inmediato el dolor, despertar al cuerpo del letargo, llamar al resto de los sentidos para prestar una enardecida y amorosa atención al mundo.
¿Qué hace falta para que los pensamientos se toquen como se tocan las palmas y los labios, para que los corazones compartan el ímpetu de la comunalidad, para que busquemos objetivos centrados en el cuidado propio, en el cuidado mutuo, en la preservación de la vida que nos rodea? ¿Qué hay que hacer para entendernos en una relación de parentesco como cualidad ontológica?
En sus pinturas y dibujos, Mónica Figueroa propone nuevos mitos de origen para poblar un futuro donde nos encar- guemos, como dice Donna Haraway, de «generar parentescos raros, dado que nos necesitamos recíprocamente en combinaciones insospechadas». Así, su obra compone pictórica y gráficamente escenas que centran nuestra atención en la vegetación, lo mineral, los seres sagrados y, sobre todo, el encuentro de las mujeres en un tiempo sin tiempo que dibuja una esperanza y al mismo tiempo rehistoriza nuestro presente.
Las protagonistas de estas piezas se sostienen unas a otras, mientras los ciervos, antes uno de los objetivos más preciados de la caza, ahora pastan con libertad. Hay risa, hay juego, hay aves que usan las manos humanas como nidos, hay hechiceras que habitan cuevas y otras que son plantas, que esta vez no se han transformado para escapar como hizo Dafne de Apolo, sino permanecen en forma vegetal con la conciencia de que brindar frutos y sombra es un modo de resistir.
Los gestos de estas mujeres, la postura de su cuerpo, su mirada, la apariencia de sus labios expresan, junto con el movimiento del trazo que las forma, un futuro común que no precisa de un lenguaje escrito ni se explica de modo dicotómico o binario, como estamos acostumbrados a entender nuestras relaciones. En estas escenas oníricas el subconsciente se ha reconciliado con la madre que engendra, protege y acompaña, representada por las rocas, las montañas, el agua, el cielo y las aves. Se entrecruzan línea y degradado, colores intensos y una consecución que crea profundidad; estos elementos transitan del ímpetu de un cariño recién inaugurado a la tranquilidad que brinda un símbolo reconocido.
Una serpiente evoca los trazos de Neo Rauch y convive con referencias a las estrellas de Matisse, las flores de Charlotte Salomon, la sutileza de las pinturas de Uemura Shōen, el misticismo de Kiki Smith, el toque fauvista que emula los tiempos en que dibujábamos en las paredes de las cuevas como una forma de invocación y de deseo; todas estas influencias se conjugan para formar escenas que en su afianzamiento a la tierra conforman una utopía que se aleja del carácter imposible que implica la definición de dicha palabra.
El entendimiento de las plantas, las flores y los cielos nos recuerda lo ineludible: somos agua, planta, viento y tierra; por lo tanto, el proyecto se enuncia en tiempo presente. En medio de la urgencia, la obra de Mónica Figueroa se asume con calma, porque en su pluralidad y disonancia acuerpa equilibrio; se plantea perder el miedo a tocar la vida y así sentirla con familiaridad y delicadeza, procurar su cuidado.